La planta de la fresa es de tipo herbáceo y perenne. El tallo de las fresas es rastrero, corto, y de él brotan hojas pecioladas, blancas por el envés. Las flores son pequeñas, pedunculadas, blancas o amarillentas, con el cáliz en forma de estrella de cinco puntas. Su fruto es complejo, formado por numerosos aquenios dispuestos sobre el receptáculo floral, que se hace convexo y se desarrolla formando una masa carnosa de color rojizo.
La fresa es un cultivo que se adapta muy bien a muchos tipos de climas. Su parte vegetativa es altamente resistente a heladas, llegando a soportar temperaturas de hasta –20 ºC, aunque los órganos florales quedan destruidos con valores algo inferiores a 0 ºC. Al mismo tiempo son capaces de sobrevivir a temperaturas estivales de 55 ºC. Los valores óptimos para una fructificación adecuada se sitúan en torno a los 15-20 ºC de media anual. Su mejor época es desde marzo hasta julio, en función de la variedad.
La fresa es una planta que aparece silvestre en todas las regiones templadas de Europa, Asia y América. El conocimiento de sus características organolépticas es muy antiguo y ya es mencionado por algunos autores romanos como Ovidio, Virgilio y Plinio. En el siglo XIV se empieza a cultivar en la corte francesa, extendiéndose posteriormente a toda Europa.
La fresa que conocemos actualmente fue introducida en Europa por los primeros colonos de Virginia. Con la llegada de la fresa de Virginia en el siglo XIX, se obtuvieron nuevas variedades que ganaron en tamaño pero que perdieron en sabor. Más tarde se realizaron cruces entre ésta y una variedad chilena lo cual compensó la balanza, consiguiendo una fresa grande y sabrosa. Este híbrido es el antepasado de todas las variedades que se consumen actualmente.